El origen del amor

EL ORIGEN DEL AMOR, Platón

En otro tiempo, la naturaleza humana era muy diferente de lo que es hoy. Primero, los sexos no eran dos, como ahora, sino tres: el masculino, el femenino y la unión de estos dos, el andrógino, nombre que describía su doble naturaleza. Hoy, el andrógino ya no existe y su nombre está en descrédito.
En segundo lugar, todas las personas eran redondas, con la espalda y los costados en forma de círculo; y tenían cuatro manos y cuatro pies, y una cabeza con dos caras idénticas mirando en direcciones opuestas sobre un cuello circular, además de cuatro orejas, dos órganos sexuales y todo lo demás en la misma proporción. Caminaban rectos, como ahora, hacia delante o atrás sin necesidad de volverse; cuando corrían, giraban en círculo, apoyándose en sus cuatro manos y cuatro pies, como acróbatas dando volteretas.
Así, tres eran los sexos y tres sus principios: el Sol, la Tierra y la Luna. Pues el hombre descendía originariamente del Sol, la mujer de la Tierra y el hombre-mujer de la Luna, que participa del Sol y de la Tierra. De sus progenitores recibieron su manera de moverse y su forma esférica.
Eran también extraordinarios en fuerza y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto de que intentaron subir hasta el cielo para atacar a los dioses. Zeus y las demás divinidades no sabían cómo actuar con los hombres: si los exterminaban, fulminándolos con el rayo —como a los gigantes—, desaparecerían el culto y los sacrificios que les ofrecían; pero, por otra parte, no podían tolerar semejante insolencia.
Al final, después de largas reflexiones, dijo Zeus: «Me parece que sé cómo conservar la raza humana haciéndola, al mismo tiempo, más respetuosa. Cortaré a los hombres en dos: así serán más débiles y más útiles para nosotros, por ser más numerosos».
Dicho esto, cortó a cada individuo en dos mitades y ordenó a Apolo que volviera su rostro en dirección del corte, para que la vista del castigo los hiciese más humildes. También curó Apolo sus heridas y recompuso sus formas: cosió toda la piel cortada sobre lo que hoy se llama vientre, y la sujetó con un nudo en el centro: el ombligo.
Sin embargo, después de ser divididas, las dos partes del ser humano se añoraban; buscaban a su otra mitad, se juntaban con ella y, deseosas de volver a ser una sola, se enlazaban en un abrazo y, así, morían de hambre y abandono, porque no querían hacer nada separadas. Y cuando una de las mitades moría, la que sobrevivía buscaba otra y se abrazaba a ella, ya fuese la mitad de una mujer entera —lo que ahora llamamos una mujer—, ya fuese una mitad de hombre; de esta manera la raza iba extinguiéndose.
Entonces Zeus se compadeció del género humano e ideó un nuevo plan: desplazó a la parte delantera los órganos sexuales, que hasta ese momento habían estado detrás; así, la humanidad, que antes sembraba su semilla en la Tierra, como las cigarras, se reproduciría mediante la unión del varón y la hembra. De esta forma, si una mitad de hombre se unía a una de mujer, podían engendrar hijos que hicieran perdurar la raza. Y si un varón se abrazaba a otro varón, el placer de la unión los dejaba satisfechos, por lo que podían separarse y ocuparse de sus asuntos y de los demás cuidados de la vida.
Desde tiempos tan antiguos, pues, existe en nosotros este amor innato, que, recordando nuestra naturaleza original, nos impulsa a hacer uno solo de dos y a recuperar nuestra perfección primitiva. Cada uno de nosotros no es más que una mitad separada de su todo, como un lenguado, y por eso estamos siempre buscando a nuestra otra mitad.
Los hombres que provienen de la división de aquellos seres de doble sexo que se llamaban andróginos buscan y aman a las mujeres; la mayoría de los adúlteros pertenecen a este linaje, así como también las mujeres que sienten deseo por los hombres y las adúlteras.
Las mujeres surgidas de la separación de las mujeres primitivas no hacen caso a los hombres y sienten afecto por otras mujeres. De la misma forma, los hombres que proceden de la partición de los hombres originarios persiguen a los varones y, al ser rodajas del hombre primitivo, aman a otros hombres y se complacen en estar en sus brazos. Pero no actúan así por desvergüenza, sino que, valientes y masculinos, abrazan a aquellos que les son semejantes. Y, llegados a la edad adulta, no sienten una inclinación natural hacia el matrimonio o la procreación y solo se casan por obediencia a la ley, pues les basta vivir solteros en mutua compañía.